En un lugar de Cataluña de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía un noble muy rico que se llamaba Miguel Masonesco. Era alto, delgado, tenía el pelo corto, entrecano, aunque era joven. Era inteligente, observador, receloso, soberbio, trasnochador. Tenía mucho tiempo libre, y como no trabajaba, se lo pasaba leyendo diferentes novelas policiacas.
Vivia solo en un palacio muy viejo lleno de misterios. No tenia amigos, solamente un sirviente, con quien mantenía relaciones más cercanas. El era completamente diferente: bajo, gordo, modesto y confiado. Admiraba a su amo, pero a menudo tenía que cuidar de él, como a un niño pequeñito.
Todo empezó cuando Miguel encontró en su despacho una carta del siglo XV que contenía algunas informaciones sobre unos pasos secretos en su casa y un tesoro. A partir de aquel momento el noble empezó a registrar su palacio. Golpeaba las paredes, rompía el suelo, movía los muebles. Después de un mes lo había dejado todo del revés. No encontró nada, pero no se entregó. El tesoro reinó sobre su mente.
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